Puristas

«Tolkien está revolviéndose en su tumba». Lo dice –lo escribe– Elon Musk, el hombre más rico del mundo, al hilo del estreno de una serie de Amazon basada en una novela del escritor británico. Pero no lo dice solo: coinciden con Musk miles de usuarios de redes sociales que han visto en el estreno de El señor de los anillos: los anillos de poder una afrenta, cuando no un insulto al creador de ese universo mágico que arrastra una legión de fanáticos, buena parte de ellos bastante pesados.

Elfos que no respetan la fantasía racial del escritor, demasiadas mujeres en aguerridos papeles principales o errores garrafales de concepto es lo que los puristas de Tolkien se han lanzado a discutir con el fin de discutirlo, y amenazan con hondonadas de obleas si no nos llevamos bien, esto es, si no se les da la razón. Y a mí, qué quieren que les diga, la serie me parece entretenida, un pasatiempo bien hecho para quienes disfrutan de “las de aventuras”, pero es que yo soy poco dogmático y no tengo a El Silmarilion como misal. A veces hay que aplicar la ley de la ventaja y dejar jugar.

Esto del purismo ha estado por aquí siempre, aunque existen ámbitos como el cine donde alcanza cotas soporíferas. También en el flamenco. Que se lo digan a Rosalía o a Poveda, por no hablar antes de Camarón o de Paco de Lucía. Cuentan que cuando Kiko Veneno embarcó a los hermanos Rafael y Raimundo Amador en aquella insólita fusión de flamenco-rock que fue Veneno, el padre de los Amador les reprendía, diciéndoles: «Tocad flamenco, pero bien». Haciéndolo mal, parieron uno de los considerados mejores discos españoles jamás publicados, aunque entonces casi nadie lo supo.

Volviendo al cine, de todas las implacables críticas de los puristas a las adaptaciones de libros, cabe rescatar aquella referida a la película La historia interminable, que tanto marcaría a los párvulos ochenteros. Decía así: «Lo que de verdad hay de fantasía en la película apenas supera el nivel de un club nocturno del montón. Al interior de la Torre de Marfil solo le falta una bola de espejitos en el techo y unas go-gós… las esfinges son una de las mayores ridiculeces de la película. Son una especie de strippers de tetas grandes en pleno desierto, y la última parte es una orgía kitsch en toda regla». Claro que quien así se revolvía –en su sillón– era nada menos que Michael Ende, autor de la novela.


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