Tristes turras navideños

Finalizaron las navidades, esos días entrañables en los que se aprovecha para pasar más tiempo con la familia, saltarse las dietas, recibir cadenas de whatsapp y criticar a Madrid. Y es que esto último lleva camino de convertirse en una tradición más, como la tardebuena o las preúvas. En la Navidad madrileña hay ya más turras que turrón. Desde el Puente de la Inmaculada hasta la Epifanía, el centro de la capital se llena de gente deseosa de ver y sentir Madrid, y es entonces cuando, como un resorte, saltan los turras.

Hay dos tipos de “turras”: aquellos que te advierten de lo absurdo de que hagas una cola que ellos mismos hacen con, al parecer, más derecho que tú, y quienes no están ni siquiera en Madrid pero se ven en la obligación de decirte lo bobo que eres tú por hacerla.

«La capital del tumulto», «una distopía de la espera», sentencian los turras que, como los niños malcriados o los mayores sin civilizar, no soportan no tenerlo todo para ya. No hace falta adentrarse mucho culturalmente en el rito para intuir por qué se forman colas kilométricas en Doña Manolita, se desbordan los compradores en el gigantesco palacio de la moda barata o la gente espera horas para comerse una hamburguesa en el foodtruck del mejor cocinero del mundo –que es, además, madrileño– o para picar un bacalao en una tasca con 160 años de antigüedad. Pero esto al turras le da igual.

Si recuerdan, el pequeño Chencho se perdió en una Plaza Mayor mucho menos atestada, pero intuyo que a los turras tampoco les convencería la Navidad madrileña de 1962 porque, al final, la mayoría de estas evacuaciones no son más que el politiqueo de siempre. Por eso los ruidos, las aglomeraciones y los turistas desubicados son odiosos en diciembre y una bendición durante el Orgullo o en San Fermín.

Una mente menos devastada por los prejuicios entendería que a nadie le ponen una pistola en el pecho y le obligan a aguardar turno para hacerse una foto junto al escaparate de Hermés en Canalejas, ni le imponen llevar a sus niños a aburrirse a Cortylandia, ni a comerse unos churros a las 4 de la tarde en San Ginés. Pero no. Ellos saben —y lo dicen tan convencidos— que «esa gente» es débil mental, no se soporta ni a sí misma y por eso necesita a la turba. Claro que siempre será mejor estar entre el bullicio que en compañía de estos tristes turras.


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