Nos han convertido en descreídos

Quizá mucha gente pensó que algo de luz podría sacarse de lo vivido durante los meses de marzo y abril, que la tragedia serviría al fin como un asidero al que la ciudadanía pudiera agarrarse para recordar lo que de ningún modo puede volver a pasar, y afrontar todo lo que vendría –y vendrá– después. Los primeros aplausos a los sanitarios iban en esa dirección, pero hoy ya pocos los recuerdan más que como un acto naif o festivo, de cuando la esperanza pretendía equilibrar al miedo.

Siete meses después, aquel “salimos más fuertes” del eslogan gubernamental no puede leerse si no es con estupor. Un estupor acrecentado por el bochornoso espectáculo llevado a cabo en las últimas semanas en Madrid por los gobiernos central y autonómico, comenzando por la reunión con hechuras de encuentro bilateral entre Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso, justo cuando la segunda ola ya se cernía imparable sobre la región madrileña.

De aquel momento, saldado con un par de fotografías, dos docenas de banderas y llamadas a la cogobernanza y la ayuda, un ciudadano común hubiera esperado un aldabonazo que sirviera para que todos arrimaran el hombro ante lo que venía –que ya sí sabíamos qué era, y cómo era–. Lo que tuvimos, apenas unas horas después, fue el desenmascaramiento de dos imposturas, y la continuación de una lucha de poder por ver quién culpaba al contrario de lo que pudiera pasar a partir de ese momento.

La salud de los madrileños queda así en segundo plano porque lo que se dirime es saber quién impone a quién su plan y sus órdenes. Unos planes, por supuesto, basados en “criterios científicos”, porque aquí desde el 9 de marzo no ha habido un solo gobernante que no haya tratado de vender su mercancía añadiendo la coletilla de que se sigue a pies juntillas “el consejo de los expertos”, por más que, como señala el epidemiólogo Manuel Franco en estas páginas, nadie sabe quiénes sean.

Resulta desalentador darse cuenta de que durante todos estos meses los políticos no parecen haberse dedicado a otra cosa que no sea a enfrentar y minar la confianza de la ciudadanía, ya fuera con medidas contrapuestas –sobre las mascarillas, los test o la apertura de parques– como con declaraciones imprudentes –ahí quedará el presidencial “hemos vencido al virus”–. Para posteriormente, pedirle responsabilidad a esa misma ciudadanía, cuando no hacerla responsable del aumento de contagios por “relajarse” con unas medidas de prevención que ya nadie entiende.

Hace unos días, el lúcido dramaturgo Josep María Pou lo clavó al dirigirse en estos términos al ministro Salvador Illa: “Nos han convertido ustedes en unos descreídos. Hemos perdido casi absolutamente la confianza a base de contradicciones, luchas internas y demás, con todo lo que ustedes nos están diciendo siempre con previsión de futuro, pero sin cambiar nada ni mejorando nada en el presente”. Una pérdida de confianza en las instituciones y en nuestros dirigentes que, a la larga, puede llegar a ser más nociva que la propia pandemia. 

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