Cucurrú-cucús

Para los urbanitas irredentos que, como decía Tono, lamentamos estropear un día de sol saliendo de excursión al campo, pocos animales nos parecen más antipáticos que las palomas de ciudad. La fama se la suelen llevar las ratas, pero estas al menos transitan por los márgenes, son esquivas y rápidas. Toman lo suyo y se van. Las palomas que atosigan plazas y calles, que manchan edificios y aceras, y que igual te okupan el balcón que se te posan en la terraza donde te tomas tranquilamente el vermú, tirándolo todo, son sucias y desagradables. Pesadísimas. Ignoro cómo un día pudieron llegar a simbolizar paz y candor —aunque ni Picasso ni Alberti se pueden ir de rositas en esto—, a tener esa aura de inocencia que realmente están lejos de poseer. Son los animales más maquiavélicos de la ciudad. Decía Gómez de la Serna que “las estatuas viven porque comen palomas”, pero eso solo pasa en sus greguerías: en la realidad son estas las que enfangan y carcomen cuanto monumento se pasan por la entrepata.

Entiendo que ellas tampoco tienen la culpa, qué van a hacer. De algo hay que vivir. Otra cosa son los “facilitadores”. Esas almas bondadosas que igual les llevan una bolsa entera con los trozos de pan o las sobras de la cena, o que les dejan abierta las bolsas de basura para que puedan disponer de ellas como en un bufé libre. Si pasan por una plaza donde un centenar de palomas aguardan desde las cornisas y los tendidos eléctricos, no lo duden: están esperando a su dealer.

Hace unas semanas un distrito madrileño puso en marcha una campaña para evitar que la gente dé de comer a las palomas, advirtiendo de los riesgos sanitarios “para nosotros y para ellas” que conlleva tanto la sobrepoblación como los cambios en su alimentación. En mala hora a esta publicación se le ocurrió hacerse eco de la iniciativa: como del rayo, una bandada de anónimos —pero muy “empáticos” (?)— instagramers se lanzaron a picotear la noticia, para informar de que “para sobrepoblación propagadora de enfermedades, la nuestra” (sic); para calificar la noticia de “vergüenza” y de “horrible”, y asegurar que “ojalá hubiera más vecinos” que las alimentasen; para exigir “dejad a las palomas en paz y a los maravillosos vecinos que las alimentan”, y para sugerir añadir al titular “y otras formas de holocausto” o establecer conexiones con “la propaganda nazi” —Godwin tenía razón—. Y todos, todos, con la “ética” a cuestas, que ni Aristóteles, oye. Cucurrú-cucús.

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