A finales del XIX, Chamberí era la puerta de entrada por el norte a un Madrid rodeado de los fosos que luego serían los paseos de Ronda y Aceiteros y donde, más tarde, se trazarían las avenidas de Raimundo Fernández Villaverde y Reina Victoria. El check point estaba en Cuatro Caminos, en cuya glorieta se instaló un fielato que cobraba un impuesto por las mercancías que los vendedores de las afueras introducían en la capital y que pronto se iba a convertir en la bicha de aquellos vecinos “extramuros” de Cuatro Caminos. Una barriada nominalmente incluida en el término municipal de la ciudad, pero separada por una frontera fiscal que segregaba y diezmaba económicamente a sus vecinos, y que fue origen de un sinfín de altercados y motines en las calles.
Aquella aduana, que incluso el Ayuntamiento endureció externalizando el servicio de vigilancia –lo que hizo que aumentaran aún más los desmanes– atizó la pulsión antiautoritaria de los irreductibles arrabaleros de Cuatro Caminos, que veían cómo los consumeros les hacían pagar incluso por el almuerzo que portaban cuando bajaban a Madrid, ante la pasividad de un Consistorio que, como el Guadiana, solo aparecía «para recaudar impuestos y decir a sus vecinos lo que tenían prohibido hacer en las calles, pero que desaparecía a la hora de suministrarles los más básicos equipamientos urbanos». Lo cuenta el doctor en Historia Carlos Hernández Quero en una deliciosa tesis sobre los orígenes del barrio y las relaciones de unos vecinos que entraban a las tabernas a pedir ese vino «que la gente del bronce conocía como ‘el de pegar guardias’» y que era la antesala del lío.
Y un día la cosa estalló, claro. En marzo de 1901, el jornalero Ciriaco Bartoli cruzaba la glorieta comiendo unas tiras de cerdo cuando cuatro agentes de consumos le ordenaron que pasara por el fielato. Bartoli se negó, y recibió por ello una tunda que le dejó inconsciente. La mecha estaba prendida. Pronto decenas, cientos de vecinos y paseantes comenzaron a rodear el edificio al grito de «¡Abajo la canalla!». Ni que decir tiene que los consumeros huyeron, y que una pareja de la guardia civil que por allí andaba resultó poco para apaciguar la ira de un barrio que prendió fuego a la bicha. Cuando finalmente acudieron los refuerzos, cerca de 8.000 personas se regodeaban viendo arder el fielato, del que solo quedaron los muros maestros debido a que al barrio no llegaba suficiente agua para sofocar las llamas, según pudieron comprobar los bomberos.
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