Hospitales

Los madrileños llevamos demasiado tiempo hablando de hospitales, para mal y también para bien. Por ejemplo, Madrid cuenta con seis de los 10 mejores de ellos de toda España. La apertura del Isabel Zendal provocó un jolgorio de críticas que hoy se han reconducido, cuando no sepultado, ante su innegable acierto. Hace poco más de un siglo Chamberí ya tuvo su propio sanatorio con dependencias exclusivas para infecciosos en el Palacio de Maudes, obra de Palacios y Otamendi, y arrebatado décadas después a la especulación gracias al movimiento vecinal.

Bastante antes de este de Jornaleros, Madrid albergó otros hospitales de inquietantes nombres, como el de los Apestados, el de la Buena Dicha o el del Pecado Mortal, «de los que no solía salir nadie vivo o lo hacía en tal estado que acababa pronto en el cementerio», recuerda Trapiello. Por aquella época los finados se enterraban en parroquias y conventos hasta que Carlos III decidió prohibir aquel sindiós, lo que hizo que comenzaran a proliferar cementerios en los ensanches, varios de ellos en Chamberí, que acabarían siendo desmontados cuando creció la ciudad, de modo que no pocos bloques residenciales del distrito se asientan sobre antiguos camposantos.

Aquellos hospitales se fueron cerrando «como si se hubiesen curado todos sus enfermos, o porque todos se hubiesen muerto», escribe Ramón Gómez de la Serna. Uno de sus favoritos era el Hospital Homeopático, construido entre 1874 y 1878 en la antigua calle de La Habana, que tras el desastre del 98 pasó a llamarse de Eloy Gonzalo, como homenaje al héroe de Cascorro (Cuba).

En el número 10 de dicha calle viviría el dirigente socialista Francisco Largo Caballero por la misma época en que Ramón se paseaba frente al hospital, cuya sencilla edificación, «como de ermita de enfermos, en vez de hospital de ellos», y su “gran fervor romántico», le inspiraban una gran simpatía.

El maestro greguero habla con ternura no exenta de ironía de aquella «diminuta gragea convincente» de la homeopatía, que hacía a los acólitos creerse «inmortales» y a él ponerse serio al pasar por ese hospital «ingenuo y como de otra religión», y en torno al cual se produjeron también grandes debates médicos. «¿Es el hospital de la roñosería o el hospital a que debemos ir, ese en que se debe ver la vida y la enfermedad más de color de rosa que en los otros?», se preguntaba: «Nos moriremos dudando, medio románticos, medio realistas».

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