Tiene la cintura de Ricky Martin, el trazo de Niemeyer en el empeine y la precisión de un SEAL empaquetados en un formato de viaje. Contiene la esencia y el veneno. Hace unas semanas jugó en el Santiago Bernabéu su último partido Luka Modric, el mejor 10 de la historia del club mas laureado del mundo, y ni Florentino Pérez pudo reprimir un puchero.
Llegó a Chamartín hace 13 años para ganarnos a todos con su aspecto enclenque y una mochila espeluznante –su infancia en un campo de refugiados, la ejecución de su abuelo por militares serbios o las bombas en Zadar, a metros de donde iba a entrenar– que en él parecía liviana, pues nunca dejó de sonreír. Dice Jabois que esas arrugas, esos surcos, son de haber reído mucho. Ni siquiera agravó su gesto cuando, ya en España, se tomó a mofa su fichaje, una mueca que en el antimadridismo rampante suele ser la antesala del miedo.
En Madrid calló bocas, le cambió el rostro y llenó las vitrinas. Ganó más que nadie y rompió la hegemonía Messi-Ronaldo, convirtiéndose en el mejor jugador del mundo con su estilo elástico y candomblé, de croata-brasileño. A Hughes le recordaba a Hermes, el de los pies ligeros, o a Astérix, otro rubio alado: «un jugador de dibujos animados».
Fue apadrinado desde el minuto unno por uno de los apóstoles del madridismo underground, el malogrado Juanan, que nos regaló ese «inventa, Lukita» con el que se cristalizaban los anhelos de una afición que en los siguientes lustros iba a ver –él tristemente ya no– a su equipo ganarlo todo bajo la batuta del Astérix de Zadar.
Una vez un central hosco, de esos que luego se pasan años ofreciéndose al Real Madrid, le pegó un empujón alevoso y pareció como si hubieran tirado al suelo al Niño Jesús. Pero Modric ha sido un madridista tan raro que le han aplaudido en casi todos los campos fuera del Bernabéu, y a nadie en la última década le han aplaudido más en ese estadio donde –para que engañarnos– se ha aplaudido mucho todo este tiempo.
Lukita dibujó mil trazos sobre el césped de la que siempre será su casa, y si el Real Madrid no le levanta la estatua que por derecho propio merece, nos quedarán al menos las sinuosas formas del nuevo Bernabéu como metáfora de aquellos inolvidables pases suyos de tres dedos.