La cárcel del Saladero, una “cloaca inmunda” en el Chamberí del XIX

Estuvo ubicada durante medio siglo en la actual Plaza de Santa Bárbara


«Saladero de carnes fue antes de ser prisión de hombres, y todo en él revelaba, muchos años más tarde, aquella primera utilización». Con esta tétrica descripción recordaba la revista La Esfera, décadas después de su demolición, a la antigua cárcel del Saladero, una de las construcciones «más oscuras y hostiles” del Madrid del siglo XIX, ubicada en las inmediaciones de la actual Plaza de Santa Bárbara, límite por entonces de la capital.

El nombre del Saladero le venía dado por el uso original del edificio –una construcción de 1768, obra del arquitecto Ventura Rodríguez–, dedicado inicialmente a matadero de cerdos y saladero de tocinos. Debido a su concepción, y a pesar de sus varias reformas, el edificio distó siempre de parecer un presidio, salvo por los barrotes de las ventanas del sótano o las garitas flanqueando la puerta. También conocida como Cárcel de Villa, el viejo saladero porcino se convertiría en presidio en 1831, después de que una epidemia de tifus en la Cárcel de Corte acelerara su transformación en improvisado penal, aliviando de ese modo la carga de la prisión del Palacio de Santa Cruz.

El traslado finalmente se produjo en 1833, si bien al inicio se ocuparon solo las salas altas del inmueble, evitando el recinto principal, «muy mal ventilado», según Francisco Lastres, autor del libro La cárcel de Madrid. 1572-1877, que recuerda en sus páginas al Saladero como «una cloaca inmunda, foco de males, amenaza constante para la salud del vecindario y la pública tranquilidad». Ya en sus primeros años, Mesonero Romanos hablaba así de sus inquilinos: «La multitud de infelices aglomerados en aquellas sucias mazmorras podían considerarse relegados a la clase del más inmundo animal». Unas penosas circunstancias que acompañarían el presidio hasta su cierre en 1884.

Penal de políticos y bandoleros

Durante el medio siglo en que estuvo operativa, por el Saladero pasaron personajes célebres de la historia del crimen, como el Cura Merino o los bandoleros Luis Candelas y Paco el Sastre, que acabarían fugándose gracias a un soborno; también políticos, como Salustiano de Olózaga –a cuya huida también ayudó Candelas– Nicolás Salmerón, Pi y Margall o Nicolás María Rivero. Incluso el torero Frascuelo tuvo una breve estancia entre aquellos muros.

El periodista Roberto Robert, que pasó un año entre aquellas rejas por la publicación de la revista satírica El tío Crispín, la recordaba así: «Al entrar un preso en el Saladero, su pelaje es lo que principalmente decide su suerte. Si no tiene con qué pagar 3 o 5 reales diarios por el alquiler de un cuarto (…) baja a los calabozos subterráneos». Allí se hacinaban los presos, malnutridos y enfermos. En ocasiones recibían las visitas de jueces, quienes «se hacían preceder de perfumes antipútridos para resistir aquella atmósfera mortífera».

El Saladero se convirtió muy pronto en un «nido de corrupción», donde las prohibiciones de portar navajas, beber alcohol u organizar timbas se relajaban comúnmente gracias a los convenientes sobornos.  

Corrupción y hacinamiento

En 1840, un grupo de personalidades influyentes, entre los que se encontraba el Marqués de Pontejos o el antiguo reo Salustiano de Olózaga, crean la Sociedad de Mejora para el Sistema Carcelario, con el objetivo de paliar las graves deficiencias del recinto, y logra dos importantes mejoras: por un lado, que fuera el Gobierno quien nombrara a los alcaides, ya que anteriormente el cargo era propiedad de particulares, que lo arrendaban a subalternos, lo que daba lugar a corruptelas como estipular cobros exorbitantes de hasta 50 doblones a los presos por localidades «harto miserables», y, por otro, la separación de jóvenes y condenados por delitos leves del resto de presos, estableciendo un departamento correccional donde eran «instruidos y moralizados», con el fin de que «tuviesen ocupación en un oficio útil».

Una vez recuperada la facultad de nombrar a los alcaides, el Gobierno fijó una «módica cuota» para los distintos departamentos, de entre dos y siete reales diarios, según su calidad. Las turbulencias políticas de la época, sin embargo, obligarían a la disolución de esta sociedad benemérita en 1843.

El «patio de los micos»

Una de las dependencias más famosas del Saladero fue el llamado «patio de los micos», el departamento donde permanecían los menores de edad. Pequeños andrajosos que sabían manejar navajas, hablaban en jerga y eran usados como correveidiles o espías. Fernández de los Ríos señalaría el “terriblemente significativo» apodo de ‘micos’, equivalente a «imitadores de los criminales». Normalmente, eran hijos de delincuentes, vivían del robo y, cuando salían en libertad, continuaban delinquiendo.

Con todo, esta separación fue incluso un progreso, ya que hubo un tiempo en el que los niños vivían confundidos y revueltos con los presos de mayor edad.

En 1848, el alcalde de Madrid, el Conde de Vistahermosa, y el regidor comisario de la prisión, Ramón Aldecoa, visitaron el Saladero y comprobaron el «miserable estado de aquel establecimiento», para el que propusieron una reforma radical, así como la venta de la Cárcel de Corte, declarada en ruina. Lo que se consiguió fue una reforma parcial, que ampliaba el espacio al incorporar el antiguo Almacén General de la Villa, para reunir a los reclusos de ambos presidios, a la espera de que se construyese la futura Cárcel Modelo.

La reforma cambió el aspecto interior del inmenso edificio, dejando únicamente las bóvedas y los muros principales de la obra de Ventura Rodríguez. Se mejoró la iluminación y la ventilación, y se establecieron convenientes separaciones. La planta baja se repartió en ocho departamentos para 800 presos, con tres patios. Las mujeres se ubicaban en el primer piso, y el principal se destinó a comedor y salas de visitas. Además, en el espacio del antiguo almacén se construyeron dos crujías de aposentos para incomunicados, con 42 habitaciones, y otras 23 de segunda clase, para los condenados que no querían estar en el departamento general, a tres reales diarios. Un piso más arriba se ubicaban las dependencias más caras, para los presos de primera clase.

Pese a las mejoras, el deterioro de la prisión seguía creciendo, así como el irremediable hacinamiento de los presos, por lo que las autoridades intervinieron para levantar finalmente la Cárcel Modelo en el espacio que hoy ocupa el Cuartel General del Ejército del Aire. En 1884 toda la población reclusa sería trasladada al nuevo penal. Poco tiempo después, el edificio del Saladero fue demolido, y los terrenos propios y anexos se vendieron, lo que elevó rápidamente el valor de la zona.

Tiempo después, en 1915, el periodista Francos Rodríguez escribía en La Esfera sobre el cambio experimentado en la zona, desde el cierre del tétrico caserón. «La ruinosa cárcel de hombres, la antigua Real Fábrica de Tapices, la Ronda de Santa Bárbara y las huertas que la circundaban, forman ahora un espléndido barrio, y aún hay quien niega el adelanto extraordinario de la urbanización de Madrid». Cinco años después, en el lugar de la antigua cárcel se erigió el Palacio de los Condes de Guevara, en la actualidad Centro de Innovación de la entidad BBVA. Una bella construcción que ha difuminado la memoria de uno de los edificios más siniestros de cuantos ha albergado la Villa y Corte en los últimos dos siglos.

El Cura Merino y las ejecuciones «festivas» en el Campo de Guardias

Uno de los presos más famosos de la historia del Saladero apenas pasó una semana en el presidio. Fue Martín Merino y Gómez, el Cura Merino, conocido por perpetrar en 1852 un intento de regicidio contra Isabel II, a quien apuñaló cuando la reina acudía a la presentación de la infanta en la Basílica de Atocha. Aunque Su Majestad se salvó gracias a las ballenas del corsé, el religioso fue encarcelado y condenado a muerte, la cual se consumó cinco días después en el Campo de Guardias, una explanada situada en los terrenos que hoy ocupa el Segundo Depósito del Canal, entre Bravo Murillo y José Abascal, y que a mediados del XIX fue escenario habitual de ejecuciones, que solían desarrollarse en un ambiente popular y festivo.

Según ‘La Esfera’, «la cárcel del Saladero tenía un aspecto hórrido los días en que algún condenado a muerte estaba en capilla, pero el horror aparecía aún más grande en las cercanías del edificio. El día en que el reo había de ser ejecutado, desde muy temprano, medio Madrid se trasladaba al Campo de Guardias, donde se alzaba el patíbulo y al camino que, entre él y la cárcel, había que recorrer (…). [Allí] vendedores ambulantes anunciaban sus mercancías; gentes de todas las clases sociales se apretujaban queriendo ganar puestos en la primera fila, formando un bullidor oleaje humano, y cerca de la cárcel aún se oía a los caleseros gritar: ¡a dos reales el patíbulo!». Ante él merendaban después los que no querían perderse el terrible espectáculo.

Un vecino ilustre del penal: la Real Fábrica de Tapices

A espaldas del Saladero, pero en las mismas inmediaciones del portillo que marcaba el límite de la ciudad, quedaba la que antaño fuera Casa del Abreviador y, desde 1720, Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara. Fue en aquel año cuando el rey Felipe V trajo desde Amberes al maestro tapicero Jacobo Vandergoten y a su familia, dedicados desde entonces a proveer a la realeza de manufacturas de lujo. La fábrica, que en principio ocupaba un amplio terreno, fue reduciendo su tamaño hasta el último cuarto del siglo XIX. Finalmente, en 1889, pocos años después del cierre de la Cárcel de Villa, sería trasladada al lugar que aún ocupa hoy, en el distrito de Retiro.


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