La memoria que el Alzheimer olvidó

Mi padre siempre fue un hombre meticuloso. No necesitaba mapas: viajaba por España con la seguridad de quien lleva el país entero grabado en la memoria. Conocía cada pueblo, cada desvío, cada restaurante en el que valía la pena parar. Su orden no estaba en una caja de herramientas, sino en la forma en la que recordaba trayectos, nombres, fechas. Su mundo era preciso, confiable, lleno de sentido. Por eso, cuando comencé a notar pequeñas grietas —una cuenta que no cerraba, una cita que olvidaba—, algo dentro de mí se tensó. No era sólo el paso del tiempo. Era como si esa estructura tan sólida que él había construido comenzara a aflojarse desde adentro, pieza por pieza. Empecé a sospechar que algo no andaba bien, cuando vi cómo el orden riguroso que había definido a mi padre durante toda su vida comenzaba a resquebrajarse. Gastaba dinero sin pensar, como si las cuentas no importaran, como si el valor de las cosas se hubiera disuelto. Perdió el sentido de la responsabilidad. Recuerdo cuando mi madre tuvo una fractura y él reaccionó con una ligereza que me desconcertó. Lo contó como si fuera una anécdota lejana, sin verdadero vínculo emocional. Esa desconexión fue una señal que no pude ignorar. Lo más duro no fue sólo ver cómo mi padre cambiaba, sino sentir que la familia no quería mirar de frente lo que yo ya veía con claridad: que algo profundo, y doloroso, estaba empezando a romperse.

Un día fuimos juntos a pasar la ITV. Era un trámite simple, rutinario, algo que él habría hecho con los ojos cerrados años atrás. Pero dimos vueltas y vueltas sin encontrar el sitio. Él no lo decía con palabras, pero yo lo vi en sus ojos: no sabía dónde estaba, ni por qué. Fue como si aquel mapa interno que siempre había llevado dentro —el que le permitía orientarse, guiarse, guiar a otros— se hubiera borrado de golpe. Me dolió más que cualquier olvido anterior. Porque ahí entendí que ya no se trataba de una distracción ni de cansancio. Algo esencial en él —esa brújula segura, esa memoria firme— se había extraviado para siempre.

Durante un tiempo, mi padre logró disimular. Seguía siendo el de siempre en apariencia, aún con ese tono firme, seguro, que lo había acompañado toda la vida. Pero debajo del gesto estaba la fragilidad, cada vez más evidente para mí. En casa siempre había tenido el control: del dinero, de las decisiones, de la palabra final. Nadie le pedía explicaciones. Y yo, siendo la más pequeña, no encontraba espacio ni aliados para señalar lo que era evidente. “Exageras”, me decían. “Tú no sabes nada.” Pero yo sabía. Lo sabía por mi formación, por mi intuición, por conversaciones silenciosas con mi hija, también sanitaria. Conseguí llevarlo al neurólogo. Las pruebas fueron dejando claro lo que yo ya presentía: falta de memoria, dificultad con las palabras, algunos lapsus cada vez más frecuentes. Cuando por fin llegó el diagnóstico, sentí una mezcla de tristeza y alivio. Tristeza por lo irreversible. Alivio porque, al ponerle nombre, ya podíamos protegerlo. Poner límites. Cuidarlo.

El Alzheimer rompía lentamente su mundo —y el nuestro—, pero al menos ya no tendríamos que seguir fingiendo que no pasaba nada. Mi padre fue ajeno a la trascendencia de su diagnóstico. Había crecido en una cultura donde el hombre era el centro de la casa, el que sabía, el que decidía. Y aunque su entorno empezaba a tambalearse, él seguía creyéndose capaz. “Pregúntale a tu padre”, decía mi madre cada vez que se estropeaba la caldera. Y él respondía con seguridad, como siempre: “Yo la he arreglado toda la vida”. Pero la realidad era otra: ni la arreglaba, ni se acordaba de cómo hacerlo, ni siquiera hacía el amago. Su sentido del orgullo permanecía intacto, aunque su capacidad ya no. Seguía reconociendo calles, haciendo cuentas con soltura, pero los olvidos cotidianos, los gestos de su antiguo yo, ya se iban apagando. Dormitaba a menudo durante el día y se volvía más susceptible. Aun así, para la mayoría seguía siendo el mismo. Sólo quienes vivíamos con él sabíamos que algo se iba perdiendo cada día. El deterioro de mi padre fue muy duro para mi madre. Ella, casi ciega, trataba de seguir cuidándolo: lavarlo, cambiarle el pañal, cocinar. No aceptaba compañía permanente, no quería cuidadoras que invadieran su espacio. Pero las auxiliares venían y se iban, incapaces de lidiar con la tensión, las pequeñas gracias de mi padre, la irritación de mi madre cuando decidían sin consultarle. Él descargaba su frustración con ella; ella la contenía como podía. Y nosotras, mi hermana y yo, nos sumamos a esa fuerza invisible: los millones de personas que cuidan a sus mayores sin remuneración, con amor, con rabia a veces, y sobre todo con una resistencia silenciosa. No queríamos que nuestros padres se fueran a una residencia. Queríamos mantener el calor del hogar, mientras se pudiera. Hasta que ya no se pudo. Y, sin embargo, todavía hay luz. Cada vez que me llama, mi padre me reconoce. Perfectamente. Me dice con ternura: "Ay, mi niña, mi niña, ¡cuánto te echo de menos! ¿Cuándo vas a venir a verme?". Esa frase suya, intacta, lo es todo. Ahí sigue su amor. Ahí sigue él.

Isabel García Castaño
Enfermera
Centro de Salud Eloy Gonzalo

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